sábado, 17 de mayo de 2008

Flashback

Eran casi la hora de cerrar en el banco, faltaban sólo 4 minutos. César undió su mano en el acelerador de la moto e hizo rugir el motor de la Yamaha. El casco que tenía de respuesto se balanceaba en la parrillera, a punto de volar por los aires. El tráfico era típico de un día de pago, pero no significaba nada contra su experiencia de años sobre el volante de una moto, esquivando carros, transeúntes, postes de luz, y cualquier cosa que se le atravesase en el camino. Entró corriendo, con 3 cheques y sus respectivas planillitas de depósito en una mano, y en la otra llevaba el casco y un chocolate cri-cri para la cajera, comprado en la panadería de la esquina. Existen ciertos favores que se deben retribuir de vez en cuando, y uno que otro chocolate o algún cariñito, era bien recibido por las cajeras.

Había mucha gente en el banco a pesar de la hora. La taquilla de los viejitos estaba full de cincuentones que se hacían pasar por ancianos, pero justo al lado se encontraba la cajera fanática de los chocolates. Le hizo una seña discreta, lo suficiente como para que la viese sólo ella, y la mitad de todos los demás aburridos. Detrás del vidrio le respondieron con otra seña no tan reservada. César se acercó a la caja, donde estaba parado un señor que lo miró desconfiado, quien se hizo violentamente a un lado, como con asco de tocarlo. Le entregó los depósitos a la susodicha, junto con el chocolatico y un hola mi amor. Se quedó al lado del señor, aún asqueado por su presencia. Las manos de la cajera se movieron más rápido que monopatín en bajada y, milagrosamente, se rompió un record entre cajeras. Le dio las gracias con una sonrisa de oreja a oreja. Se alejó del señor que ahora estaba con la boca abierta, y pasó entre la multitud aburrida del banco. Justo después de salir, vio cómo dos chicuelos le sacaban una navaja a un hombre alto con traje.

Flashback.. y empezamos de nuevo.

Era casi la hora de cerrar en el banco, faltaban sólo 4 minutos. Karina se dedicaba a pensar en lo que debió estudiar para su exámen de hoy, mientras atendía mecánicamente a las personas en la cola en el banco. Se estremeció de su mala suerte ya que justo el día de su exámen, era fecha de pago y debía quedarse más tiempo en la taquilla atendiendo al público y quizás con el tráfico no llegaría a tiempo a su clase. Surgió de la cola un señor de aspecto y acento portugués con chaqueta, que todos conocían muy bien en el banco porque religiosamente todos los 15 aparecía para depositar bastante dinero. Justo entonces se dio cuenta que el motorizado de los regalitos estaba parado frente a ella. No pudo contenter los deseos de comer algo dulce en la tarde, así que le avisó con la mano que se acercara y al portugués que se hiciera a un lado. Para compensarlo, puso además ligera atención en sus depósitos. Al terminar, le entregó los recibos de vuelta y el motorizado salió mandado hacia la calle, lamentando no poder ser ella y tener que quedarse ahí sentada atendiendo gente, en un trabajo que parecía ser eterno.

Flashback.

Era casi la hora de cerrar en el banco, faltaban sólo 4 minutos para que el vigilante cerrara la puerta. Según Joao, era la hora perfecta para acercarse, todos los 15 y 30 de cada mes, para depositar el dinero que ganaba en una panadería y una pescadería cercanas al banco. Ese día había llegado adelantado; pero ya había perdido varios minutos importantes en la cola del banco. Saludó a la cajera con indiferencia, miró para ambos lados discretamente y le entregó un paquete de billetes de alta denominacíón, los cuales recibió la cajera con más indiferencia aún, a pesar de que el total era más de lo que podía llegar a ganar en 4 meses. Justo en ese momento apareció por detrás un moreno fornido, con guantes en la mano, agarrando un casco, un chocolate y un manojo de papeles. Fue evidente su reacción de miedo, y se alejó con un brinco. No hacía falta que la cajera le dijera que se apartara de la taquilla. Pensó por un instante en que podía perder todo el dinero que con tanto trabajo había ganado aquel mes. A pesar del susto había sido sólo un prejuicio, y lo acompañó con la mirada mientras se alejaba hacia la puerta del banco. Dejó que la cajera terminara su trabajo, se despidió con un buenas tardes, salió del banco apurado e hizo caso omiso al hombre alto con traje que hablaba y lloriqueaba con dos policías.

Flashback.

El hombre alto de traje era yo. El plan inicial era esperar al portugués antes de que entrara al banco, como siempre lo hacía unos minutos antes de la hora de cierre. Pero ese día el portugués había cambiado el plan y llegó antes de que yo estuviese en mi posición para interceptarlo y robarle el botín del mes. Al llegar, pasó por delante mío, pero me vi desprevenido a muchos metros de distancia. Maldije por lo alto mi mala suerte y no tuve más remedio que pasar la calle para pensar qué hacer en la acera frente al banco. Justo en ese momento aparecieron dos bándalos, armados con navaja, me abordaron rápidamente y me pidieron el celular y la cartera. Sacar la pistola en plena calle implicaría llamar mucho la atención. Y me importaba más seguir al portugués, que lidiar con dos pequeñines del crimen. Decidí dar mi brazo a torcer y les entregué mi cartera. Pero aún no había terminado mi mala suerte. Porque cuando uno no los necesita aparecen, vi que dos policías habían visto el robo y corrían hacia mí. Me temblaron las piernas, no por el robo sino porque llegasen a percatarse del arma oculta en mi saco. No tuve otro remedio que dármelas de víctima, lloriquear un poco frente a ellos, y ver pasar al portugués caminando apurado. Ladrón que roba ladrón, tiene cien años de perdón.

jueves, 1 de mayo de 2008

Vago espinazo de la Noche.



Al principio yo no quería hacerlo pero fui seducido por la idea. El pacto suicida surgió en el orfanato después de que Don Civarinno, el encargado, nos castigó con un baño de agua fría. Nos mantuvo desnudos en el patio, secándonos bajo la mortecina luz de una luna menguante. Estuvimos ahí durante horas, temblando hasta el cansancio y asqueados por el olor que llegaba desde un corral en el que yacía un perro moribundo. Por la desnudez, el frio penetrante, la neblina que le daba un tono melancólico y los ruidos que hacía el animal, nos sentimos más huérfanos que nunca.
Habíamos puesto sal en la azucarera de los maestros, y a todos los castigados nos pareció que la tonta travesura no merecía ese duro castigo. A las cuatro de la mañana entramos al dormitorio, algunos aún destilando gotas de agua, otros sin poder hablar por la boca congelada, y entre gemidos de frío discutimos en cómo vengarnos. Ignacio, de once años y el mayor de todos, nos convenció de que lo mejor era morirnos, quitarnos la vida para que Don Civarinno cargara con la culpa del suicidio de niños, por el resto de sus días.

Ignacio era hijo de un curandero y familia de una esperitista. Se enorgullecía al decirnos que tenía contacto con el más allá y conocimiento sobre los rectos caminos de la muerte. Nos enseñó a invocar a los más extraños espíritus, en lenguas jamás oidas por alguno de nosotros. Y se atrevió a describirnos la existencia del Vago Espinazo de la Noche conformado de polvo de luz y de puras constelaciones. No se nos hizo difícil imaginarnos esa inmensa y luminosa covertura brillando en la negrura del firmamento.

Nos prometió que por ella ascenderíamos a Dios: iniciaríamos ese viaje magistral por el coxis, al final de la espalda, e iríamos trepando por las vértebras donde tendríamos el placer de descubrir los miesterios que cualquiera pudiese imaginar.

Al alcanzar las cervicales podríamos entrar al cerebro de Dios. Eso nos dijo. A todos nos encantó la idea y seguimos las instrucciones de Ignacio. Durante ocho noches, los cinco compañeros tomados de la mano y con los ojos cerrados, rezamos las oraciones indicadas. Al noveno día, hicimos una ceremonia formal, hasta donde pudimos, y acordamos el pacto. Ignacio nos dio a masticar mescalina y nos explicó que era para que se nos abriera el espíritu. Mucho tiempo después entendí que era para alucinar. Después entramos al laboratorio a robar cuatro frascos con éter. Y nos lo tomamos.

A pesar de los vómitos, el efecto fue inmediato. Recuerdo el mareo, el zumbido en mis oídos y la terrible visión: el inmenso espinazo gravitaba en el universo, iluminado por sus propios cuerpos siderales. Ahí estabamos todos escalando las primeras vértebras en el esfuerzo por no caer a causa de auqella viscosidad brillante. De pronto el miedo me paralizó y, mientras mis compañeros trempaban hacia la cabeza en busca de la inteligencia, yo, atraído por una fuerza maligna, fui arrastrado desde el centro del espinazo hacia la cola. No sé por cuantas horas descendí por entre los huesos, sentía que mi boca y mi nariz estaban llenas de algo pegostoso, que me fastidiaba. La armoniosa inteligencia estaba muy lejos de mí ahora, y yo, quedé atrapado en la última vértebra del coxis donde se existen las miserias, la maldad, y el odio. Preso en el terror me encontré entre los residuos del caos sin posibilidad de escapar de él, al intentar volver a subir mi cuerpo perdía fuerzas.

Cuando desperté en la enfermería no sentí ningún alivio. Mis amigos murieron y quiero pensar que llegaron al cerebro de Dios. Han pasado siete años desde que se fueron, y yo he sobrevivido enfrentándome cada día con mi realidad y humillado ante la Muerte que misteriozamente me rechazó. Permanezco en la vida, o al menos eso creo, marginado. Perdí la facultad del habla. Y todos creen, incluso Don Civarinno, que soy un idiota.

A veces veo con asombro cuánto se agobia con sus culpas y cómo vive temeroso de los fantasmas, tal como lo planeamos. Sé que algo le pasa en su conciencia, aunque cuando le preguntan, dice que sólo fue una pendejada de niños.

Nadie se imagina cuánto sufro. Con una mezcla de compasión y repudio me llaman ahora Bobo, y me encargaron la tarea de barrer los patios. Y lo hago de sol a sol, mientras mi espíritu aún continúa centrado en el Espinazo de la Noche. Sé que cuando yo ordene mi propio caos saldré de la cola y vértebra por vértebra subiré, tendré acceso a la zona de luz y, como lo hicieron mis amigos, podré penetrar en el divino cerebro.

En eso pienso mientras barro y eso sueño mientras duermo.

NOTA: Texto original de Adela Fernández Fernández, publicado en El Nacional (Sábado 26/04/08).

A pesar de que el original es siempre mejor, me tomé el atrevimiento de editarlo y cambiarle algunas cositas y ponerle otras mías. Así que el texto antes leído no es el que aparece publicado en el diario. Me gustó mucho la manera como la autora toma partes de la realidad y de la ficción, además que se atreve a jugar con ellas.