jueves, 1 de mayo de 2008

Vago espinazo de la Noche.



Al principio yo no quería hacerlo pero fui seducido por la idea. El pacto suicida surgió en el orfanato después de que Don Civarinno, el encargado, nos castigó con un baño de agua fría. Nos mantuvo desnudos en el patio, secándonos bajo la mortecina luz de una luna menguante. Estuvimos ahí durante horas, temblando hasta el cansancio y asqueados por el olor que llegaba desde un corral en el que yacía un perro moribundo. Por la desnudez, el frio penetrante, la neblina que le daba un tono melancólico y los ruidos que hacía el animal, nos sentimos más huérfanos que nunca.
Habíamos puesto sal en la azucarera de los maestros, y a todos los castigados nos pareció que la tonta travesura no merecía ese duro castigo. A las cuatro de la mañana entramos al dormitorio, algunos aún destilando gotas de agua, otros sin poder hablar por la boca congelada, y entre gemidos de frío discutimos en cómo vengarnos. Ignacio, de once años y el mayor de todos, nos convenció de que lo mejor era morirnos, quitarnos la vida para que Don Civarinno cargara con la culpa del suicidio de niños, por el resto de sus días.

Ignacio era hijo de un curandero y familia de una esperitista. Se enorgullecía al decirnos que tenía contacto con el más allá y conocimiento sobre los rectos caminos de la muerte. Nos enseñó a invocar a los más extraños espíritus, en lenguas jamás oidas por alguno de nosotros. Y se atrevió a describirnos la existencia del Vago Espinazo de la Noche conformado de polvo de luz y de puras constelaciones. No se nos hizo difícil imaginarnos esa inmensa y luminosa covertura brillando en la negrura del firmamento.

Nos prometió que por ella ascenderíamos a Dios: iniciaríamos ese viaje magistral por el coxis, al final de la espalda, e iríamos trepando por las vértebras donde tendríamos el placer de descubrir los miesterios que cualquiera pudiese imaginar.

Al alcanzar las cervicales podríamos entrar al cerebro de Dios. Eso nos dijo. A todos nos encantó la idea y seguimos las instrucciones de Ignacio. Durante ocho noches, los cinco compañeros tomados de la mano y con los ojos cerrados, rezamos las oraciones indicadas. Al noveno día, hicimos una ceremonia formal, hasta donde pudimos, y acordamos el pacto. Ignacio nos dio a masticar mescalina y nos explicó que era para que se nos abriera el espíritu. Mucho tiempo después entendí que era para alucinar. Después entramos al laboratorio a robar cuatro frascos con éter. Y nos lo tomamos.

A pesar de los vómitos, el efecto fue inmediato. Recuerdo el mareo, el zumbido en mis oídos y la terrible visión: el inmenso espinazo gravitaba en el universo, iluminado por sus propios cuerpos siderales. Ahí estabamos todos escalando las primeras vértebras en el esfuerzo por no caer a causa de auqella viscosidad brillante. De pronto el miedo me paralizó y, mientras mis compañeros trempaban hacia la cabeza en busca de la inteligencia, yo, atraído por una fuerza maligna, fui arrastrado desde el centro del espinazo hacia la cola. No sé por cuantas horas descendí por entre los huesos, sentía que mi boca y mi nariz estaban llenas de algo pegostoso, que me fastidiaba. La armoniosa inteligencia estaba muy lejos de mí ahora, y yo, quedé atrapado en la última vértebra del coxis donde se existen las miserias, la maldad, y el odio. Preso en el terror me encontré entre los residuos del caos sin posibilidad de escapar de él, al intentar volver a subir mi cuerpo perdía fuerzas.

Cuando desperté en la enfermería no sentí ningún alivio. Mis amigos murieron y quiero pensar que llegaron al cerebro de Dios. Han pasado siete años desde que se fueron, y yo he sobrevivido enfrentándome cada día con mi realidad y humillado ante la Muerte que misteriozamente me rechazó. Permanezco en la vida, o al menos eso creo, marginado. Perdí la facultad del habla. Y todos creen, incluso Don Civarinno, que soy un idiota.

A veces veo con asombro cuánto se agobia con sus culpas y cómo vive temeroso de los fantasmas, tal como lo planeamos. Sé que algo le pasa en su conciencia, aunque cuando le preguntan, dice que sólo fue una pendejada de niños.

Nadie se imagina cuánto sufro. Con una mezcla de compasión y repudio me llaman ahora Bobo, y me encargaron la tarea de barrer los patios. Y lo hago de sol a sol, mientras mi espíritu aún continúa centrado en el Espinazo de la Noche. Sé que cuando yo ordene mi propio caos saldré de la cola y vértebra por vértebra subiré, tendré acceso a la zona de luz y, como lo hicieron mis amigos, podré penetrar en el divino cerebro.

En eso pienso mientras barro y eso sueño mientras duermo.

NOTA: Texto original de Adela Fernández Fernández, publicado en El Nacional (Sábado 26/04/08).

A pesar de que el original es siempre mejor, me tomé el atrevimiento de editarlo y cambiarle algunas cositas y ponerle otras mías. Así que el texto antes leído no es el que aparece publicado en el diario. Me gustó mucho la manera como la autora toma partes de la realidad y de la ficción, además que se atreve a jugar con ellas.

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